Vistas de página en total

sábado, 9 de marzo de 2013

Comprar un cazamariposas


Me voy a Praga. A primeros del mes que viene me voy a Praga, la ciudad de Kafka. Estoy escribiendo, terminando, un libro de cuentos. Siempre que estoy acabando de escribir algo largo, temo que me pase algo; que el avión a Praga se estrelle y mi libro se quede sin acabar. Que Praga me deslumbre de una manera exagerada y el libro pierda importancia. Lo más probable es que regrese y que continúe con él, pero yo siempre pienso en que el duro trabajo se quede a medias. Tengo que decirle a algún(a) amigo(a) que lo acabe por mí si algo de eso ocurre. En realidad mi libro es una historia coral en la que los personajes de los diferentes cuentos se relacionan de algún modo entre sí. Este último es la clave de todos los demás, de hecho el libro se va a titular como éste: “Hojas crudas”, y sin embargo es el que más se me resiste, como si construyera un gran puzzle y la última pieza desencajara al resto. En “Hojas crudas” hay una chica que trabaja como programadora informática. Trabaja desde casa a través de Internet. La chica no tiene padre, nunca ha tenido padre, lo que de algún modo afecta a su personalidad. El eje del cuento es un libro que ella debe comprar y que ya he cambiado de nombre tres veces. Un libro que acaba representando físicamente a todos los libros, o algo así; la representación física (y carnal) del amor a la literatura, a la idea. Hace cuatro o cinco días compré la novela de Paul Auster “EL cuaderno rojo”, una novela autobiográfica que trata del azar; de la importancia que ha tenido el azar a lo largo de su vida, de las casualidades que se han presentado ante él. Mientras lo leo sigo escribiendo mi cuento. Un día pienso que una programadora informática y el amor, casi físico, hacia un libro, no cuadra bien; así que decido cambiarle la profesión, hacerla profesora de Historia del Arte. Sin embargo, cuantas más vueltas le doy a la idea, esta va perdiendo fuerza. Lo que busco es una solitaria excéntrica, por no decir una loca, y una profesora de Historia del Arte se aleja más de esa idea que una programadora que trabaja día tras día en soledad. Así que decido que vuelva a su trabajo original. En ese momento llego a la página 56 de “El cuaderno rojo de Auster”, y dice: la mujer había nacido en Praga durante la guerra. Era muy pequeña cuando hicieron prisionero a su padre, lo enrolaron a la fuerza en el ejército alemán y lo mandaron al frente ruso. Su madre y ella no volvieron a saber de él…: desapareció sin dejar rastro...
Pasaron los años, la joven creció. Acabó sus estudios en la universidad y llegó a ser profesora de Historia del Arte.
Como la mía (mi protagonista), no tiene padre y es profesora de Historia del Arte (la mía temporalmente).
En mi cuento se habla de una página muy importante, una página que acaba comiéndose el protagonista masculino, un hombre que no entiende la paternidad, que no supo ser hijo y no está sabiendo ser padre. Busco en mi cuento y descubro que la página a la que yo me refiero no es la 56, sino la 68. Como la novela de Paul Auster es una novela sobre el azar, busco la página 68 de “El cuaderno rojo”. La página dice: A. no tuvo más hijos. El primer parto fue en extremo difícil, pero el segundo fue rápido y sin complicaciones de ningún tipo.
Entonces me doy cuenta de que el azar es una trampa. Si estamos atentos el azar es lo común, la norma. Con memoria y atención el azar no tiene misterios. Todo se repite diez veces al día, pero no nos damos cuenta. Solo cuando nos ponemos a cazar mariposas descubrimos las mariposas, que siempre están ahí, por si las necesitamos, por si nos aburre un mundo sin mariposas.
Ahora, la pregunta clave, la que hace que “El cuaderno rojo” de Paul Auster no sea solo una trampa, sino que sea algo más, es: ¿Qué nos hizo comprarnos un cazamariposas?

miércoles, 9 de enero de 2013

El cargador del móvil


Hay cuentos muy pesados, cuentos que un día llegan, se plantan en la puerta de tu casa y llaman. Tú estás a otras cosas, las cosas de todos los días, y aunque has oído la llamada inesperada, la desatiendes para que no te distraiga de esas otras cosas de las que te ocupas ahora. Normalmente el cuento inesperado llama una vez más, dos si es muy insistente, y se marcha para volver más adelante, cuando tengas un hueco para él, o no vuelve a llamar nunca; sobre todo si es rencoroso o le falta consistencia. Pero luego están los otros, los que no se despegan de la puerta hasta que no les abres. Llaman y los desatiendes, llaman y los desatiendes, llaman y los desatiendes, llaman y los desatiendes, llaman y los desatiendes, llaman y le dices: ¡Qué! Pero ni te preguntan; una vez les abres la puerta entran corriendo, atropellándolo todo, se quitan el abrigo y se ponen a contar:
Julián tenía una amiga que se llamaba Margarita. No importa por qué son amigos, no importa si son amantes o si se odian, el caso es que un día Julián necesita hablar con Margarita. La busca en la agenda de su teléfono móvil, va bajando por los nombres ordenados alfabéticamente, y de repente se encuentra uno que pone: mamá. La madre de Julián ha muerto hace mes y medio y él aún no ha tenido tiempo de borrar su número de la agenda. La verdad es que hasta ahora ni siquiera había pensado en ello. Y ahora que lo piensa decide dejarlo ahí, como un recurso. Absorto, guarda el teléfono en el bolsillo y Margarita se queda olvidada. Luego Julián sale de casa, se marcha al trabajo o a donde sea. En su cabeza hay dos cosas entrelazadas: una sensación de que se le ha olvidado algo, y la palabra mamá que hay guardada en la agenda de su móvil. A partir de entonces, a veces —cuando la nostalgia le pincha en la nuca, en un nervio específico que pasa por la nuca de camino al cerebro, y le desconecta todo el sistema nervioso dedicado a enfrentarse con el mundo— abre la agenda y busca el número de su madre, le reconforta saber que está ahí. No tiene ni idea de dónde puede estar guardado ese teléfono, ni quiere saberlo, le gusta imaginar que sigue llevándolo encima, que si quisiera podría llamarla.
Un día el pinchazo en la nuca es especialmente pronunciado. Ese día saca el teléfono, busca la m en la agenda y marca. Cuando suena el primer tono, antes incluso, ya sabe todo lo que va a ocurrir: saldrá la voz femenina y enlatada de una mujer de mediana edad, y con educación le dirá que el número marcado no existe, o que está desconectado. Porque han pasado ya dos meses desde que su madre murió, y esté donde esté el dichoso teléfono, necesariamente se habrá quedado sin batería. Y mientras piensa en todo eso sin darse cuenta de que ya lleva tres tonos de llamada, alguien, de pronto, descuelga, y una voz de hombre dice: ¿Diga? Y entonces él, al principio, no entiende nada. Pero como el hombre insiste: ¿Diga? ¿Diga…? acaba reconociendo a su padre detrás de aquella voz, que con las prisas no debe haberle dado tiempo a ponerse las gafas y a leer el nombre de quien llama, y solo es capaz de contestarle que lo siente, que se ha equivocado, y cuelga.
La próxima vez en que él y su padre se ven, no se dicen nada. Hablan de todo, eso sí: de política, de economía, de medicamentos, de fútbol, del tiempo, otra vez de política… De todo menos de teléfonos.