Se me está
quemando la espalda, noto cómo el sol me va chamuscando la piel, pero no me
apetece darme la vuelta, no sé si tendría las fuerzas suficientes para ese
esfuerzo sobrehumano. Estoy tumbado boca abajo y tengo la cabeza girada hacia
el lado izquierdo, la mejilla derecha sobre la toalla, una toalla demasiado
pequeña para ser de playa, lo que hace que los pies queden fuera de ella y los
dedos se claven en la arena (los dedos de los pies). Frente a mí descubro a
Elena Pintski, la saltadora de altura. Hace apenas dos días la vi por
televisión en los Juegos Olímpicos de Londres. Es muy alta y el locutor dijo
que había sido madre. Luego, después del parto, había estado entrenando para
las que con toda seguridad serían sus últimas olimpiadas. Debe estar de
vacaciones, nada como la playa y el mar para relajarse después de un momento de
estrés como el que acaba de vivir. Lleva unas gafas de sol que le cubren media
cara. No debe querer que la reconozcan. Es un asco que la gente te vaya pidiendo
autógrafos cuando tú intentas alejarte de tu trabajo. Lo digo porque lo imagino,
claro, porque yo no soy famoso, en realidad hay muy poca gente que me conoce
cuando me quito la bata blanca con la que trabajo en la farmacia. Cuando voy
por la calle con la bata, a comprar algo de fruta, por ejemplo, o a tomar un
café entre receta y receta, todos me saludan; pero en cuanto me quito la bata
ni me ven, o si me ven no saben dónde colocarme, sin bata estoy desubicado, les
sueno de algo pero no saben dónde me han visto. Una vez pasé tres días pensando
dónde había visto la cara de una chica que me saludó a la salida de una
heladería. Luego se me olvidó que no conseguí recordarla. Puede que a Elena
Pintski le pase lo mismo. Quiero decir, puede que haya gente que la vea y, como
hace muy poco que se acabaron las olimpiadas, la reconozcan pero no sepan donde
encajarla. Yo sin embargo la he reconocido nada más verla, sentada en una silla
baja y con los ojos cerrados detrás de esas gafas de sol enormes. El primer
intento sobre uno ochenta fue un salto fácil. Un salto para ir calentando los
músculos, para repasar la técnica del salto. Se concentró unos segundos, se
acercó en una carrera un tanto parabólica y cuando le quedaban pocos metros
para alcanzar el listón, fue inclinando el cuerpo de una manera extraña, artificial
me pareció a mí. Pero al llegar al borde de la colchoneta se hizo el milagro, se
elevó como un pájaro, o un ángel, y su culo pasó un palmo por encima del
listón, por lo menos un palmo, si no más. Uno ochenta debe ser una altura fácil
para Elena Pintski. Y sin embargo son siete centímetros más de lo que yo mido.
Saltar hasta elevar mi culo por encima de mi cabeza me parece algo imposible, un
hecho casi heroico, únicamente al alcance de superhombres, como levantarme de
la toalla en este momento, pero ella lo consiguió. Y sin embargo ahí está,
medio adormilada en su silla baja como si cualquier cosa, intentado pasar
desapercibida.
Algo más allá,
en la orilla, con los pies dentro del agua, en realidad el agua le llega a las
rodillas, está Tim Hauser, miembro de los Manhattan Transfer. Ese que es medio
calvo pero lleva una coleta larguísima. Está más gordo ahora, y eso que la tele
dicen que engorda. Lo cierto es que hace mucho tiempo que no lo veía, puede
haber engordado en todo ese tiempo. Lo conocí cuando cantaba aquello de
“Cuéntame qué te pasó…” y luego dejé de encontrármelo en la tele. He oído
hablar de él en festivales de jazz, se ve que los Manhattan eran un grupo con
mucho prestigio dentro del jazz, que es como la élite de la música, la crème de
la crème dentro de ese reducto cultural que es el jazz. Y van los Manhattan y entran
en la fama con una canción que dice: que
estaba, allá en la playa, recogiendo, la aguakita,
y vino una avispa y me picó, ¡ay! ¡ay!. La vida es una paradoja (en
lenguaje vulgar: «puta mierda»); para una canción tonta que cantan va el gran
público y se vuelca en ellos. Seguro que los puristas del jazz les dieron la
espalda. A los puristas no les gusta la gente. Cuando hay mucha gente siguiendo
a alguien, abandonan a ese alguien. Los puristas son así, les gustan los ambientes
solitarios. ¿Qué coño será una aguakita? El Ramalá
era mejor, por lo menos la letra no decía tonterías del tipo Pero el gachó tiene la “go” pao, pao. Tim
Hauser no se protege con gafas de sol. Como ha engordado tanto la gente ya no
lo reconoce, además, hace mucho que no sale en la tele. Igual los puristas le
vuelven a abrir las puertas. Elena Pintski, sin embargo, hace cuatro días que
estaba en el tartán, concentrándose en ese listón que marca la barrera entre el
triunfo y el fracaso, el recuerdo y el olvido, imaginándose ingrávida antes de
iniciar la carrera delante de millones de espectadores (contando los de la tele,
claro). Ganar una medalla y retirarse. El final perfecto de su carrera. Animaba
a la gente para que hicieran palmas cuando iba a saltar, hacía palmas mirando a
las gradas del estadio y la gente la seguía, como si todas las palmas juntas
pudieran confeccionarle unas alas. Es raro que no esté su hijo por aquí, ni el
marido. Quizás los dos se han quedado en el apartamento, no es bueno que un
niño se exponga al sol a estas horas, porque después de las olimpiadas, de
tanto tiempo separada de la familia, ella estaría loca por estar con ellos, y
sin embargo no están. Lo dicen los médicos: el sol es muy malo para los niños.
La piel tiene memoria. Se acuerda de cosas que uno ha ido olvidando, como el
olor del a aceite de coco mezclado con el olor a mar de cuando niño, y el del
vinagre que tu madre te ponía empapando en un paño (recortes de sábanas viejas)
para apagar el ardor de la espalda quemada, como ahora debe estar la mía. Se
queda todo grabado en la piel, sobre todo los olores, pero también los castillos de
arena, que en la memoria son perfectos, con torreones y almenas muy bien perfiladas,
y con puertas levadizas que dejan el castillo bien protegido, rodeado de un
foso de agua inexpugnable (¿inexpugnable? Sí, inexpugnable), es lo que tiene la
memoria, una malla ancha para lo malo y otra muy estrecha para lo bueno, y si
no hay nada bueno pues lo inventa, lo acomoda para complacernos, a la memoria
le gusta llevarse bien con nosotros, dejarnos una buena imagen de lo que
fuimos, aunque sea mentira, luego todo eso la piel lo transforma en una mancha,
lo anota todo dentro de manchas dormidas, cada día una, y las deja ahí, como
minas en un campo olvidado. Por eso Elena Pintski no ha traído a su hijo. Pero
ella no ha aguantado y se ha venido a despanzurrarse bajo el sol. Lo pasó muy
mal en las olimpiadas. Cuando según el locutor, tenía una medalla en el
bolsillo, su culo se llevó el listón. Al tercer intento se acercó corriendo con
una curvatura artificial, como siempre, y esta vez no se produjo el milagro. Y
eso que la gente había estado aplaudiendo desde las gradas, con ganas. Pero las
alas no brotaron. Se escuchó un ¡Ooooh! de desilusión. Ahora más que nunca necesita
estar sola, necesita que el sol le deje en la piel un mensaje privado. Algo así
como “Saltaste Elena”, y cuando pasen muchos años y no se acuerde ni de quién
es, la piel le recordará aquel salto en el que, esta vez sí, su culo volará
sobre los dos metros cinco. ¿Qué le dirá la piel a Tim Hauser dentro de treinta
años? ¿“ioa …ioae …ioa …ioae”? Empiezo a oler a carne a la parrilla, debería
darme la vuelta, la espalda se me quema y ya no tengo quién me ponga paños de
vinagre. Debe ser cosa del verano, el calor del verano es terrible, deshace la
realidad, ablanda los cuerpos y las cosas y graba mensajes crípticos en la
piel, mensajes con canciones absurdas y atletas derrotadas a la orilla del mar
oliendo a vinagre y aceite de coco.