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lunes, 25 de julio de 2016

¿ACASO NO ERA EXTRAORDINARIO?



Odiaba estudiar probabilidad en el instituto, y no porque fuera una materia complicada, que lo era, sino porque dicha disciplina aspiraba a destripar las reglas de la casualidad, a desvelar los misterios de una magia vital, de una coincidencia imposible, que con frecuencia me dejaba absorto y con los ojos como platos; igual que la primera vez que vi a un mago partir a una mujer en dos. Del mismo modo que estaba bien que ciertos secretos fueran administrados por el gremio de los ilusionistas, debía estar bien que los matemáticos investiguen las leyes del azar, que supieran, por ejemplo, que si lanzas seis millones de veces un dado regular sobre un plano equilibrado, la cara con el número 3, con toda seguridad saldrá un millón de veces, incluso, añaden, con un índice de error perfectamente predecible. Probablemente hasta sería razonable que ese tipo de secretos, o conocimientos, fueran patrimonio público y se estudiaran en los institutos, para seguir avanzando, para seguir desvelando —destripando— los misterios del mundo; pero yo no quería perder la posibilidad de experimentar un hecho sobrenatural, no quería superar la sensación de inocencia ante una moneda que unas manos sacan de detrás de una oreja, y luego otra de la otra oreja, así, como si nada. Ya me costó aceptar en su momento —no lo vi venir hasta muy tarde— la identidad de los Magos de Oriente, y me dolió comprobar que Furia, el caballo que aparecía en los carteles del circo que acababa de llegar a la ciudad, en realidad no era el de la serie de televisión, que yo tanto admiraba —aquí sí lo vi venir: el del circo no tenía una pequeña mancha blanca en el hocico que Furia sí tenía, ni saltaba la altura que Furia saltaba—, sino un pobre penco que llevaban en un camión de un pueblo a otro.

No sé si las cartas son un juego de azar o un estudio de probabilidades, el caso es que mi abuelo Sento debía ser experto en alguno de esos dos campos, o en ambos, porque a la hora de jugar tenía hasta patrocinador. A principios del siglo pasado se organizaban timbas ilegales en el Café España. Mi abuelo era jugador habitual en aquellas timbas y don Adrián, el médico del pueblo, era quien ponía el dinero sobre la mesa para que mi abuelo lo gestionara con las cartas en la mano. La confianza de don Adrián en mi abuelo era absoluta, y estaba justificada, ya que a la larga siempre salían ganando, y cuando las cosas no iban bien, mi abuelo sabía retirarse a tiempo, tenía la sangre lo suficientemente fría como para levantarse de la mesa e irse a casa. En alguna de aquellas partidas ganó la tierra sobre la que muchos años después levanté la casa en la que vivo. Entre mi mujer y yo elegimos todos los materiales que conformarían nuestro hogar. Elegimos los suelos, la madera de las puertas, el tipo de teja, los azulejos de la cocina, de los baños, y las cenefas cerámicas. Eran techos muy altos y las cenefas eran muy importantes para partir la monotonía de una pared de azulejos tan larga. En nuestro baño pusimos una cenefa con predominio del color azul, con unos dibujos que nos gustaron en su momento por su aire nostálgico, o bucólico, o no sé.


Necesitábamos vender el piso en el que vivíamos, antes de poder irnos a vivir a aquella casa recién construida en el campo, ya que faltaban los muebles y los últimos detalles, y no nos llegaba el dinero para mantener dos casas. En el salto de una a otra nos atropelló la crisis de los 90 y tardamos 3 años más en vender el piso y trasladarnos. Durante ese tiempo la casa del campo permaneció cerrada, esperándonos. Una vez conseguimos el dinero de la venta compramos muebles nuevos, cuadros nuevos; todo lo que hacía falta en aquella nueva vivienda. Una tarde mi mujer fue a comprar los apliques de los baños: el escobillero, el dosificador de jabón, los toalleros, todas esas cosas. En una misma tarde compró los de los dos baños: con predominios de verde para el baño de los niños y de azul para el nuestro. Cuando lo trajo a casa vio que el tono de los colores era bastante acertado, pero no reparó (no reparamos) en nada más entonces. Unos meses después, sin embargo, descubrimos el truco de magia que el azar nos había preparado, y en el que no habíamos reparado hasta ese momento. Se podría decir que fue un truco a fuego lento.


Si nos hubiéramos empeñado en buscar unos apliques con el mismo motivo del baño, seguramente nos habría sido imposible encontrarlo, pero el caso es que no los buscamos, ni siquiera recordaba mi mujer (al menos no de manera consciente) que en la cenefa del baño hubiera un angelito, como tampoco recordaba los leones de cola extraña, sobre los que se monta el ángel en los aplique, ni la copa sobre la que aparece en la cenefa, que, como se puede ver en el dosificador de jabón, lleva el ángel en las manos transformada en cacerola. Solo tenía en su cabeza una imagen borrosa del tipo y estilo de dibujo. Desde ese momento supe que ahí había una historia enterrada, que solo era cuestión de ponerse el traje de arqueólogo e ir quitando tierra con mucho cuidado, con una brocha si fuera necesario, para no dañar la potente historia que allí se escondía. De modo que me metí en Internet y empecé a investigar quién era aquel ángel que no temía a los leones. Descubrí que se trataba de Cupido. Que según “El teatro de los dioses de la gentileza”, el león es la fiera más fiera, y que esta fuerza indómita solo podía ser domada por el amor, pues para este indomable niño no hay indomable fuerza. Descubrí que este tipo de grabados se solía utilizar en la pintura ornamental de grutescos, de origen italiano, donde destacó el pintor Granello, al que Felpe II contrató para decorar el Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial. De ese modo llegaron a España.

Entonces me detuve. De repente me di cuenta de que estaba jugando a matemático, que estaba averiguando cuántas veces tenía que tirar el dado para sacar el número que buscaba, dónde está guardada la paloma antes de salir de la chistera, descubrí que si seguía investigando acabaría por averiguar cosas como que Furia no era Furia, incluso puede que descubriera que los impresionantes saltos que daba la auténtica Furia, la de la serie, solo eran trucos de televisión. Así que salí de Internet, miré ambos ángeles una vez más, y con los ojos como platos me pregunté cómo pudo ser que mi mujer encontrara aquella tarde aquel mismo ángel que jugaba con los leones, con la misma copa misteriosa en ambos dibujos, con aquella copa o vasija que a saber qué elixir misterioso contenía. ¿Acaso no era extraordinario?