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martes, 14 de marzo de 2017
miércoles, 4 de enero de 2017
EL SCALEXTRIC
A
Daniel le pasaba siempre: cuando llegaban las nueve de la noche su
oreja izquierda comenzaba a calentarse a la vez que el sueño se
apoderaba de él. Normalmente era el momento de irse a la cama. Pero
si algún día intentaba aguantar un poco más, entonces la oreja
acababa hirviendo y debía meterla bajo el chorro de agua fría,
notando así una sensación tan extraordinaria como inútil, como si
intentara apagar un incendio con cubitos de hielo. Un incendio
cartilaginoso.
De
entre todas las fiestas que se sucedían en Navidad sin duda su
preferida era la última. De entre todos los juguetes que los Reyes
Magos le pudieran traer, el Scalextric. Y de entre todos los coches
del Scalextric, el Porche 917 gris perla. Aquel bólido parecía una
nave espacial, con los alerones traseros rectangulares, como alas
plegadas a modo de reactores, el parabrisas en forma de uve, y las
ventanas laterales, que más que ventanas eran escotillas, por las
que se verían pasar rayas de luz si aceleraba. Aún estando parado
desprendía velocidad. Pero el Scalextric era demasiado caro, así
que los Reyes nunca se lo dejaban.
La
misma cocina, el mismo número de habitaciones, el mismo salón
partido por la mitad. Eran como dos órganos pares; idénticas,
simétricas, conectadas entre sí a través del patio central. El
abuelo había partido el solar oblongo en dos y había levantado en
él una casa para cada hija. Aquel tipo de estructura facilitaba la
estrategia. La Noche de Reyes, después de atravesar el patio, su
madre cogía los juguetes que guardaban en casa de la tía y salia a
la calle. Abría la puerta de su propia casa, con cuidado de no hacer
ruido, y los disponía todos en el zaguán. Luego pulsaba el timbre y
volvía corriendo, de nuevo por casa de la hermana.
La
Noche de Reyes era una de esas noches en que la oreja izquierda de Daniel quemaba. Meter la oreja debajo el grifo y sonar el timbre todo
era una. Siempre sucedía igual. Así que el ding dong le pillaba
sobre alerta. Arrancaba a correr desde la cocina, atravesaba el salón
y el pasillo salpicando agua, saltaba sobre los juguetes del zaguán
y salía a la calle buscando sorprender a los Reyes Magos. Una vez,
Melquiades, el vecino de enfrente, le dijo que había visto la capa
azul de Baltasar doblando la esquina de arriba, que de haber corrido
solo un poco más los habría alcanzado. Luego Daniel regresaba al
zaguán para hacer el recuento de juguetes. Y tras reponerse de la
ausencia del Scalextric, se le abrían los ojos como platos mientras
rasgaba el envoltorio de papel frente a la sonrisa y la respiración
aún entrecortada de su madre.
Acababa de cumplir 9 años cuando sucedió lo del terremoto. Un
temblor real que salió en los periódicos. Y a la vez una metáfora.
La tierra se agitó apenas unos segundo, los cuadros quedaron
ladeados. A partir de ahí su madre se puso enferma. Su salud se
resquebrajó, como los edificios. Cada día que pasaba estaba un poco
más pálida y delgada. Los ingresos en el hospital se hicieron
cotidianos. Los ojos se le hundieron. Murió un domingo de Agosto.
Ese mismo año, no recuerda bien cómo, ni por quién, descubrió la
verdadera identidad de los Reyes Magos. Una luz impúdica fue
desvelando todos los misterios. La estrategia de su madre para dejar
los juguetes. La trágica vulgaridad de su padre. Los dedos de ella
pulsando el timbre. Su cara sofocada y sonriente. No dejó títere
con cabeza, la luz. Pero no se atrevió a decir nada, sobre todo por
no desilusionar a su padre, que tras la muerte de su madre se había
quedado mustio; como si estuviera donde no le correspondía, o como
si hubiera perdido el paso en un desfile, o como si hubiera llegado
tarde a un cine cerrado hacía siglos.
Las Navidades siguientes fueron tristes. Aunque todo el mundo se
esforzó en que no lo parecieran, y se reunieron más miembros de la
familia que otros años, fueron muy tristes. Su padre le aconsejó
que volviera a incluir el Scalextric en la carta de los juguetes.
Compró el roscón más grande que encontró en la pastelería. La
noche de Reyes, a eso de las nueve, la oreja comenzó a calentarse.
Sintió ganas de meterla bajo el agua. Pero estaba tan cansado, que
permaneció frente a la tele, medio adormecido. De pronto escuchó
una voz dirigiéndose a él. La voz dijo: ¡Ahora! En el mismo
instante en que saltó del sofá sonó el timbre. Pero en lugar de
correr hacia el zaguán, salió al patio y corrió por el pasillo de
la casa gemela. En dirección contraria a la de ella. Alcanzó la
calle sin haberla encontrado. Le faltaba el aire. Melquiades fumaba,
con la espalda apoyada en la fachada de enfrente y rostro de
preocupación. ¿La has visto?, le preguntó. Melquiades alzó el
brazo y señaló hacia su propia casa. Daniel se dirigió hacia ella.
Levantó la persiana de golpe. El Porche 917 gris perla ocupaba todo
el zaguán. La puerta del vehículo se abrió hacia arriba mediante
un mecanismo hidráulico. La tapicería olía a cuero. El sonido del
motor era dulce, profundo. Cerró la puerta oprimiendo un botón, se
agarró al volante con ambas manos y pisó el acelerador a fondo.
Rayas de luz atravesaron las escotillas. Rayas y más rayas de luz.
Solo rayas de luz. La oreja izquierda le ardía.
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