Llevo varios años vagando por los
pasillos de este Mercadona —cuya arquitectura antes me parecía contra natura y
ahora irrefutable— de la calle Literato Leopoldo
Arenal. Nunca tuve demasiada memoria; tampoco, claro está, para las calles,
pero Leopoldo era, sigue siendo, mi novelista predilecto. No hay una línea
prescindible en toda su literatura, aunque el Nobel lo esquivara, como a tantos
otros por otro lado. Es pensar en su libro “La rivera” y se me eriza la piel… Bueno,
es un decir lo de que se me erice la piel, una frase hecha, una rémora de cuarenta
y ocho años viviendo; hay costumbres que quedan para siempre. Permitidme pues
estas expresiones que en mi actual condición de alma en pena no tendrían
sentido. Por eso precisamente me gustaba tanto este Mercadona, por encontrarse
en la calle de Lepoldo. Sin embargo no era mi intención hablar ahora de
literatura, sino de mí, de mi condición espectral. Si en vida hubiera tenido
las facultades que ahora poseo, seguramente me hubiera dedicado a atravesar las
paredes de los baños para ver a las cajeras fumando en los descansos con la
ropa interior por las rodillas. Sí, seguramente es lo que hubiera hecho, el
sexo lo ocupaba todo entonces. Ahora ya no tiene interés alguno, mi colgajo
tiene tanta utilidad como el reloj que llevo en la muñeca y que no miro nunca
porque el tiempo se ha convertido en una dimensión sin substancia. Los
fantasmas tenemos otras querencias, la ausencia de carne nos cambia las
prioridades. Nos transforma. Las especies siguen adaptándose después de muertas,
aunque al modo de Lamarck, claro; hay tanta plasticidad tras la muerte. Yo he
cambiado mucho desde hace unos años a aquí. Antes, por ejemplo, era un friolero
extremo: en verano nunca me estorbaba una chaqueta y en invierno no había ropa
suficiente que me templara la carne. Ahora es justo al contrario, al poco de
morir comencé a sentir los calores, una especie de menopausia de muerto sin
tratamiento químico alguno. Creí que iba a ahogarme, no sé si a morir otra vez
(es una experiencia muy desagradable la de morir, al menos lo fue en mi caso,
como un parto inverso sin epidural), hasta que descubrí los congeladores del
supermercado. Ahora esas cámaras constituyen mi único hogar. Paso todo el día
ahí dentro, junto a los cuartos de ternera y las caretas de cerdo colgando de
los ganchos, la sangre congelada y los cuerpos de los pollos muertos. Además,
tampoco me gusta la gente, y en las cámaras, aparte de Gregorio (al que yo
llamo Samsa), el encargado de perecederos, con el que tengo una relación
especial, y alguno más que entra de vez en cuando para reponer el género de las
carnicerías, la soledad es absoluta; ni un alma mas que la mía. Ni un alma
humana quiero decir. Casi podría afirmar que soy un fantasma feliz aquí dentro,
y eso, lo sé, juega en contra de mí. Porque ya debería haberme ido, pero no
tengo el valor necesario para emprender el viaje definitivo, y como lo que
tampoco tengo es prisa, pues aquí sigo, reposando sin voluntad en esta gélida y
oscura estancia, a la espera de que se acabe la jornada laboral diaria, que se
apaguen las luces y, entonces sí, vagar un rato fuera de los congeladores, por
los pasillos vacíos del supermercado hasta que el calor me asfixie. Sin
cruzarme con nadie, si acaso, con alguno de los vigilantes nocturnos. Y es que
las aglomeraciones me angustian. Eso no me ocurría antes, es otro de los
cambios de mi nueva condición. Ahora frente la multitud tiemblo, siento
sudoraciones y vahídos y en alguna ocasión hasta me han hecho perder la
consciencia, que no recupero sino de manera espontánea, porque nadie puede
ayudarme ya, no hay médicos ni psicólogos que puedan echarme una mano. El único
Samsa, que a veces me trae los libros que yo le pido para intentar entenderme.
Sobre todo libros de psicopatología. He estado leyendo y creo que lo que padezco
es una agorafobia. Es lo que más se ajusta a mis síntomas, desde luego, con la
salvedad de que hay que reinterpretar dichos síntomas desde mi nueva condición.
En definitiva, y resumiendo, soy un fantasma agorafóbico que he encontrado algo
de paz en las cámaras del frío. En esta hura solitaria a menos dieciocho grados
centígrados del Mercadona de la calle Leopoldo Arenal.
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