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lunes, 7 de marzo de 2016

CONFESIONES DE UN FANTASMA

Llevo varios años vagando por los pasillos de este Mercadona —cuya arquitectura antes me parecía contra natura y ahora irrefutable— de la calle Literato Leopoldo Arenal. Nunca tuve demasiada memoria; tampoco, claro está, para las calles, pero Leopoldo era, sigue siendo, mi novelista predilecto. No hay una línea prescindible en toda su literatura, aunque el Nobel lo esquivara, como a tantos otros por otro lado. Es pensar en su libro “La rivera” y se me eriza la piel… Bueno, es un decir lo de que se me erice la piel, una frase hecha, una rémora de cuarenta y ocho años viviendo; hay costumbres que quedan para siempre. Permitidme pues estas expresiones que en mi actual condición de alma en pena no tendrían sentido. Por eso precisamente me gustaba tanto este Mercadona, por encontrarse en la calle de Lepoldo. Sin embargo no era mi intención hablar ahora de literatura, sino de mí, de mi condición espectral. Si en vida hubiera tenido las facultades que ahora poseo, seguramente me hubiera dedicado a atravesar las paredes de los baños para ver a las cajeras fumando en los descansos con la ropa interior por las rodillas. Sí, seguramente es lo que hubiera hecho, el sexo lo ocupaba todo entonces. Ahora ya no tiene interés alguno, mi colgajo tiene tanta utilidad como el reloj que llevo en la muñeca y que no miro nunca porque el tiempo se ha convertido en una dimensión sin substancia. Los fantasmas tenemos otras querencias, la ausencia de carne nos cambia las prioridades. Nos transforma. Las especies siguen adaptándose después de muertas, aunque al modo de Lamarck, claro; hay tanta plasticidad tras la muerte. Yo he cambiado mucho desde hace unos años a aquí. Antes, por ejemplo, era un friolero extremo: en verano nunca me estorbaba una chaqueta y en invierno no había ropa suficiente que me templara la carne. Ahora es justo al contrario, al poco de morir comencé a sentir los calores, una especie de menopausia de muerto sin tratamiento químico alguno. Creí que iba a ahogarme, no sé si a morir otra vez (es una experiencia muy desagradable la de morir, al menos lo fue en mi caso, como un parto inverso sin epidural), hasta que descubrí los congeladores del supermercado. Ahora esas cámaras constituyen mi único hogar. Paso todo el día ahí dentro, junto a los cuartos de ternera y las caretas de cerdo colgando de los ganchos, la sangre congelada y los cuerpos de los pollos muertos. Además, tampoco me gusta la gente, y en las cámaras, aparte de Gregorio (al que yo llamo Samsa), el encargado de perecederos, con el que tengo una relación especial, y alguno más que entra de vez en cuando para reponer el género de las carnicerías, la soledad es absoluta; ni un alma mas que la mía. Ni un alma humana quiero decir. Casi podría afirmar que soy un fantasma feliz aquí dentro, y eso, lo sé, juega en contra de mí. Porque ya debería haberme ido, pero no tengo el valor necesario para emprender el viaje definitivo, y como lo que tampoco tengo es prisa, pues aquí sigo, reposando sin voluntad en esta gélida y oscura estancia, a la espera de que se acabe la jornada laboral diaria, que se apaguen las luces y, entonces sí, vagar un rato fuera de los congeladores, por los pasillos vacíos del supermercado hasta que el calor me asfixie. Sin cruzarme con nadie, si acaso, con alguno de los vigilantes nocturnos. Y es que las aglomeraciones me angustian. Eso no me ocurría antes, es otro de los cambios de mi nueva condición. Ahora frente la multitud tiemblo, siento sudoraciones y vahídos y en alguna ocasión hasta me han hecho perder la consciencia, que no recupero sino de manera espontánea, porque nadie puede ayudarme ya, no hay médicos ni psicólogos que puedan echarme una mano. El único Samsa, que a veces me trae los libros que yo le pido para intentar entenderme. Sobre todo libros de psicopatología. He estado leyendo y creo que lo que padezco es una agorafobia. Es lo que más se ajusta a mis síntomas, desde luego, con la salvedad de que hay que reinterpretar dichos síntomas desde mi nueva condición. En definitiva, y resumiendo, soy un fantasma agorafóbico que he encontrado algo de paz en las cámaras del frío. En esta hura solitaria a menos dieciocho grados centígrados del Mercadona de la calle Leopoldo Arenal. 

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