Hay cuentos
muy pesados, cuentos que un día llegan, se plantan en la puerta de tu casa y
llaman. Tú estás a otras cosas, las cosas de todos los días, y aunque has oído
la llamada inesperada, la desatiendes para que no te distraiga de esas otras
cosas de las que te ocupas ahora. Normalmente el cuento inesperado llama una
vez más, dos si es muy insistente, y se marcha para volver más adelante, cuando
tengas un hueco para él, o no vuelve a llamar nunca; sobre todo si es rencoroso
o le falta consistencia. Pero luego están los otros, los que no se despegan de
la puerta hasta que no les abres. Llaman y los desatiendes, llaman y los
desatiendes, llaman y los desatiendes, llaman y los desatiendes, llaman y los
desatiendes, llaman y le dices: ¡Qué! Pero ni te preguntan; una vez les abres
la puerta entran corriendo, atropellándolo todo, se quitan el abrigo y se ponen
a contar:
Julián tenía
una amiga que se llamaba Margarita. No importa por qué son amigos, no importa
si son amantes o si se odian, el caso es que un día Julián necesita hablar con Margarita.
La busca en la agenda de su teléfono móvil, va bajando por los nombres
ordenados alfabéticamente, y de repente se encuentra uno que pone: mamá. La
madre de Julián ha muerto hace mes y medio y él aún no ha tenido tiempo de
borrar su número de la agenda. La verdad es que hasta ahora ni siquiera había
pensado en ello. Y ahora que lo piensa decide dejarlo ahí, como un recurso. Absorto,
guarda el teléfono en el bolsillo y Margarita se queda olvidada. Luego Julián
sale de casa, se marcha al trabajo o a donde sea. En su cabeza hay dos cosas
entrelazadas: una sensación de que se le ha olvidado algo, y la palabra mamá que
hay guardada en la agenda de su móvil. A partir de entonces, a veces —cuando la
nostalgia le pincha en la nuca, en un nervio específico que pasa por la nuca de
camino al cerebro, y le desconecta todo el sistema nervioso dedicado a
enfrentarse con el mundo— abre la agenda y busca el número de su madre, le
reconforta saber que está ahí. No tiene ni idea de dónde puede estar guardado
ese teléfono, ni quiere saberlo, le gusta imaginar que sigue llevándolo encima,
que si quisiera podría llamarla.
Un día el
pinchazo en la nuca es especialmente pronunciado. Ese día saca el teléfono,
busca la m en la agenda y marca. Cuando suena el primer tono, antes incluso, ya
sabe todo lo que va a ocurrir: saldrá la voz femenina y enlatada de una mujer de
mediana edad, y con educación le dirá que el número marcado no existe, o que
está desconectado. Porque han pasado ya dos meses desde que su madre murió, y
esté donde esté el dichoso teléfono, necesariamente se habrá quedado sin
batería. Y mientras piensa en todo eso sin darse cuenta de que ya lleva tres
tonos de llamada, alguien, de pronto, descuelga, y una voz de hombre dice: ¿Diga?
Y entonces él, al principio, no entiende nada. Pero
como el hombre insiste: ¿Diga? ¿Diga…? acaba reconociendo a su padre detrás de
aquella voz, que con las prisas no debe haberle dado tiempo a ponerse las gafas y a leer el nombre de quien llama, y solo es capaz de contestarle que lo siente, que se ha
equivocado, y cuelga.
La próxima vez
en que él y su padre se ven, no se dicen nada. Hablan de todo, eso sí: de
política, de economía, de medicamentos, de fútbol, del tiempo, otra vez de
política… De todo menos de teléfonos.
"Y ahora que lo piensa decide dejarlo ahí, como un recurso".
ResponderEliminarEsta frase daría para otro cuento.
Un placer leerte. Besos.
Desde luego, Pepe Lillo, como dice Delia, un placer leerte, siempre.
ResponderEliminarUn saludo.
Manuel
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarGracias a ambos, que honor tener lectores como vosotros.
Eliminar