De sobra es
sabido que la gente cuando muere no se va de los sitios. Se quedan un tiempo
ahí, como despidiéndose de las cosas, de los muebles (sobre todo de las camas y
los espejos), de los televisores, releyendo la última revista o el último libro
que dejaron abierto. El tiempo de permanencia es cuestión de carácter; hay
algunos que prefieren dar un repaso rápido y a otra cosa. Hay otros, no
obstante, que son, como lo diría, muertos nostálgicos; se quedan merodeando los
lugares de siempre, como esperando algo o a alguien que no acaba de llegar.
Luego, con el tiempo, estos nostálgicos comienzan a hacer viajes. Al principio
son apenas escapadas, ausencias de un día o dos como máximo. Después van
espaciando los regresos; ya no se sientan frente al televisor apagado por las
tardes, ni vuelven a mirar retratos, o a oler el olor del café a diario (es tan
difícil abandonar definitivamente el café), hasta que desaparecen. La tía
Vicenta, por poner un ejemplo cercano, aún no está en esa fase. Qué paradójica
es la muerte: últimamente siempre estaba queriendo irse, se quedó sin hermana,
sin marido, sin su mejor amiga, qué pintaba ya ella aquí, y cuando por fin lo
logra va y se arrepiente. Se ve que no encontró a nadie que la esperara al otro
lado, y es que en el otro lado cada uno va a su bola, lo sé porque me lo ha
dicho ella, los vínculos de los muertos no son los mismos que los de los vivos,
allí se mueven por otras inquietudes, por cosas más simples, aunque no ha
sabido decirme que cosas son esas por las que se mueven, se ve que aún no lo ha
averiguado. Dice que ella como en su casa no está en ninguna parte, que como la
casa se ha quedado cerrada y vacía, no molesta a nadie, y que mientras siga de
ese modo ella se quedará por allí, buscándose en los espejos, sentada en el
sofá, en las camas y en las sillas.
Porque los muertos no vagan, eso es puro invento, la mayor parte del tiempo lo
pasan sentados y recordando, o poniendo cara de que recuerdan. Yo me asomé al
patio común que compartíamos y supe que aún estaba allí. No es que la viera a
ella, lo noté en la casa. Las casas cuando sus moradores se van, cambian y, una
de dos, o se vuelven rancias, o rebrotan, según el caso, pero la de la tía
Vicenta no había cambiado nada, seguía igual que antes. Como decía, no la vi
entonces ni la he visto luego. Ni siquiera la oigo: me habla por telepatía.
Todo lo que me dice es por telepatía, y como siempre hubo una buena sintonía
entre nosotros, pues no nos ha costado nada dominar esa nueva forma de
comunicación. El domingo pasado fui a
ver a mi padre (que es quien vive en la casa del otro lado del patio común, la
casa en la que yo he vivido siempre, hasta que me casé), y mi tía Vicenta me
dijo que si podía salir un momento al patio, fue entonces cuando vi que su casa
seguía sin cambiar de estado, y que mi tía por necesidad tenía que seguir ahí
dentro, que no eran alucinaciones lo que acababa de escuchar dentro de mi
cabeza. Así que me concentré en la ventana de su cocina y al poco conecté con
sus ondas telepáticas sin mayor dificultad, y fue entonces cuando me contó eso
de que mientras la casa esté cerrada ella piensa quedarse por sus pasillos y
habitaciones, sentándose aquí y allá, que le queda por delante demasiado tiempo
para estar de pie. Le dije que lo entendía perfectamente, y noté su caricia
telepática sobre mi pelo recién cortado. ¿Vendrás a verme de vez en cuando?, me
dijo. Claro, dije yo, mientras permanezcas en la casa vendré a verte. Pero eso
no se lo transmití telepáticamente, lo pensé pero no se lo transmití; no quería
ponerla triste con eso de que llega un día en que acaban por irse del todo, de
momento sigue aquí, que es lo que importa, poniendo cara de recordar las
partidas de parchís que ganábamos formando pareja contra mis padres, recordando
los cuentos que me contaba cuando niño, recordando el sabor de los rollos de pan de Calatrava cuya receta ya había
olvidado cuando quisimos heredarla, recordando un novio que le regaló un pájaro
hecho con asta de toro y un ojo brillante. Mi tío, el que acabó (gracias a
Dios) casándose con mi tía después de aquel novio del asta de toro, también
murió hace unos años, pero él ya se fue. Él siempre fue un aventurero, aunque
un aventurero de sillón para el que los viajes físicos solo eran simplezas, y
al poco de morir se fue en busca de nuevas inquietudes, en busca de lugares
nuevos (insisto, que paradójica es la muerte). Mi tía, por el contrario, ha
decidido quedarse una buena temporada en la casa. Mi prima, su única hija,
llamó para decirme que mientras mi padre viva en la casa de enfrente no
alquilará la suya, porque no quiere meter desconocidos en ese patio común al
que sale mi padre a tomar el sol, ya solo, a escuchar música clásica y a poner
cara de que recuerda. Así que en cuanto mi padre muera mi tía se irá definitivamente.
Ahora el destino de uno depende del otro. Quién se lo iba a decir a ellos dos,
que se pasaron la vida discutiendo. Por su puesto mi padre no capta las
conversaciones telepáticas de mi tía, eso es algo exclusivo entre ella y yo. Me
concentro en la ventana cerrada de la cocina, en la mosquitera desgarrada, y la
oigo respirar sentada junto a la pila donde lavaba los platos, ¿quieres que te
cuente un cuento?, me dice al presentirme. Y yo me siento en una de las sillas
del patio y le digo que claro, que puede empezar cuando quiera.