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miércoles, 9 de enero de 2013

El cargador del móvil


Hay cuentos muy pesados, cuentos que un día llegan, se plantan en la puerta de tu casa y llaman. Tú estás a otras cosas, las cosas de todos los días, y aunque has oído la llamada inesperada, la desatiendes para que no te distraiga de esas otras cosas de las que te ocupas ahora. Normalmente el cuento inesperado llama una vez más, dos si es muy insistente, y se marcha para volver más adelante, cuando tengas un hueco para él, o no vuelve a llamar nunca; sobre todo si es rencoroso o le falta consistencia. Pero luego están los otros, los que no se despegan de la puerta hasta que no les abres. Llaman y los desatiendes, llaman y los desatiendes, llaman y los desatiendes, llaman y los desatiendes, llaman y los desatiendes, llaman y le dices: ¡Qué! Pero ni te preguntan; una vez les abres la puerta entran corriendo, atropellándolo todo, se quitan el abrigo y se ponen a contar:
Julián tenía una amiga que se llamaba Margarita. No importa por qué son amigos, no importa si son amantes o si se odian, el caso es que un día Julián necesita hablar con Margarita. La busca en la agenda de su teléfono móvil, va bajando por los nombres ordenados alfabéticamente, y de repente se encuentra uno que pone: mamá. La madre de Julián ha muerto hace mes y medio y él aún no ha tenido tiempo de borrar su número de la agenda. La verdad es que hasta ahora ni siquiera había pensado en ello. Y ahora que lo piensa decide dejarlo ahí, como un recurso. Absorto, guarda el teléfono en el bolsillo y Margarita se queda olvidada. Luego Julián sale de casa, se marcha al trabajo o a donde sea. En su cabeza hay dos cosas entrelazadas: una sensación de que se le ha olvidado algo, y la palabra mamá que hay guardada en la agenda de su móvil. A partir de entonces, a veces —cuando la nostalgia le pincha en la nuca, en un nervio específico que pasa por la nuca de camino al cerebro, y le desconecta todo el sistema nervioso dedicado a enfrentarse con el mundo— abre la agenda y busca el número de su madre, le reconforta saber que está ahí. No tiene ni idea de dónde puede estar guardado ese teléfono, ni quiere saberlo, le gusta imaginar que sigue llevándolo encima, que si quisiera podría llamarla.
Un día el pinchazo en la nuca es especialmente pronunciado. Ese día saca el teléfono, busca la m en la agenda y marca. Cuando suena el primer tono, antes incluso, ya sabe todo lo que va a ocurrir: saldrá la voz femenina y enlatada de una mujer de mediana edad, y con educación le dirá que el número marcado no existe, o que está desconectado. Porque han pasado ya dos meses desde que su madre murió, y esté donde esté el dichoso teléfono, necesariamente se habrá quedado sin batería. Y mientras piensa en todo eso sin darse cuenta de que ya lleva tres tonos de llamada, alguien, de pronto, descuelga, y una voz de hombre dice: ¿Diga? Y entonces él, al principio, no entiende nada. Pero como el hombre insiste: ¿Diga? ¿Diga…? acaba reconociendo a su padre detrás de aquella voz, que con las prisas no debe haberle dado tiempo a ponerse las gafas y a leer el nombre de quien llama, y solo es capaz de contestarle que lo siente, que se ha equivocado, y cuelga.
La próxima vez en que él y su padre se ven, no se dicen nada. Hablan de todo, eso sí: de política, de economía, de medicamentos, de fútbol, del tiempo, otra vez de política… De todo menos de teléfonos.