Proablemente yo estaba en el colegio, igual que la mañana en que se rodó La guerra de las galaxias, o Annie Hall; también debía estar en el colegio —en el instituto entonces—, escuchando, por ejemplo, como un profesor explicaba en un tono monótono la fórmula para resolver una ecuación de segundo grado, o la diferencia entre variaciones, permutaciones y combinaciones. Me gustaba pensar eso: que en el mismo momento en que yo consumía (no me atrevo a decir desperdiciaba) el tiempo intentando resolver aquellos problemas, Woody Allen dirigía e interpretaba una de las películas de su vida: nos desvelaba sus neuras más desgarradoras con su imprescindible ironía; con todas aquellas cámaras y luces y operarios del travelling procurando que todo saliera perfecto, que la toma que estaban rodando, esta vez fuera la buena. Porque las películas se rodaban en un día cualquiera, vulgar; un martes a las doce, si esa era la luz que el director buscaba, mientras yo aguantaba las explicaciones de aquel profesor que repetía lo mismo año tras año frente a unas caras que al final siempre le parecían las mismas, y se le notaba. Al mismo tiempo, digo, que se respiraba esa rutina, estaba sucediendo algo extraordinario en otra parte del planeta. Algo que iba a estremecer a todo el mundo, a perdurar durante años. A menudo solía pensar en eso.
Probablemente también estaba en el colegio
cunado el nefrólogo le dijo a mi abuelo que no tenía solución. Imagino que fue
un lunes. Mi tía, con su ropa nueva y oscura, y su cara seria, sentada en la
silla de al lado de su padre, también con la ropa más nueva que tenía, por
supuesto oscura. Ambos frente a una mesa de madera noble, pulida, con un marco
plateado, en un extremo de la mesa, desde el que la mujer y los hijos del
médico sonreían sobre un fondo de mar azul, mientras a mi abuelo lo condenaban
a muerte en aquella consulta de pago, y yo hacía caligrafía, o resolvía una
resta complicada. Debía tener unos siete años entonces.
Sus riñones no funcionan… Se acabó. Mi
abuelo rogando que le salvara la vida, poniéndose de rodillas (por primera y
última vez en su vida) delante de aquel hombre. ¡Sálveme! ¡Sálveme!... a ocho
le quito nueve, quedan nueve, y me llevo una… ¡Le daré todo lo que tengo! ¡Venderé
mis tierras y le daré todo el dinero, pero sálveme! ¡Solo Usted puede salvarme!
…a una le quito la que me llevo y no me queda nada.
Aún faltaban dos años para que el hombre pisara
la Luna. Seis años para que Stephen Hawking descubriera la naturaleza de los
agujeros negros. Cuatro años para que las primeras máquinas de dializar llegaran
a un hospital en Alicante. Los días caían mustios dentro del aula. Mi tía y mi
abuelo salieron de aquella consulta de lujo, en el centro de la ciudad,
desahuciados. Fueron caminando bajo un sol de justicia hasta la parada de
autobús, y volvieron en autobús a casa, sudando.
Dos meses después, esa otra realidad; la
que sucedía de espaldas al colegio, o en otro plano diferente a la del colegio,
se cruzaba de manera inaudita con la realidad oficial (una de las pocas veces
en que ambas se cruzaron), y mi padre entraba en el aula mientras yo copiaba un
dictado, se acercaba a hablar con el profesor, y luego me decía que debía
volver a casa, que mi abuelo había muerto.