Odiaba estudiar probabilidad en el instituto, y no porque fuera una
materia complicada, que lo era, sino porque dicha disciplina aspiraba
a destripar las reglas de la casualidad, a desvelar los misterios de
una magia vital, de una coincidencia imposible, que con frecuencia me
dejaba absorto y con los ojos como platos; igual que la primera vez
que vi a un mago partir a una mujer en dos. Del mismo modo que estaba
bien que ciertos secretos fueran administrados por el gremio de los
ilusionistas, debía estar bien que los matemáticos investiguen las
leyes del azar, que supieran, por ejemplo, que si lanzas seis
millones de veces un dado regular sobre un plano equilibrado, la cara
con el número 3, con toda seguridad saldrá un millón de veces,
incluso, añaden, con un índice de error perfectamente predecible.
Probablemente hasta sería razonable que ese tipo de secretos, o
conocimientos, fueran patrimonio público y se estudiaran en los
institutos, para seguir avanzando, para seguir desvelando
—destripando— los misterios del mundo; pero yo no quería perder
la posibilidad de experimentar un hecho sobrenatural, no quería
superar la sensación de inocencia ante una moneda que unas manos
sacan de detrás de una oreja, y luego otra de la otra oreja, así,
como si nada. Ya me costó aceptar en su momento —no lo vi venir
hasta muy tarde— la identidad de los Magos de Oriente, y me dolió
comprobar que Furia, el caballo que aparecía en los carteles del
circo que acababa de llegar a la ciudad, en realidad no era el de la
serie de televisión, que yo tanto admiraba —aquí sí lo vi venir:
el del circo no tenía una pequeña mancha blanca en el hocico que
Furia sí tenía, ni saltaba la altura que Furia saltaba—, sino un
pobre penco que llevaban en un camión de un pueblo a otro.
No sé si las cartas son un juego de azar o un estudio de
probabilidades, el caso es que mi abuelo Sento debía ser experto en
alguno de esos dos campos, o en ambos, porque a la hora de jugar
tenía hasta patrocinador. A principios del siglo pasado se
organizaban timbas ilegales en el Café España. Mi abuelo era
jugador habitual en aquellas timbas y don Adrián, el médico del
pueblo, era quien ponía el dinero sobre la mesa para que mi abuelo
lo gestionara con las cartas en la mano. La confianza de don Adrián
en mi abuelo era absoluta, y estaba justificada, ya que a la larga
siempre salían ganando, y cuando las cosas no iban bien, mi abuelo
sabía retirarse a tiempo, tenía la sangre lo suficientemente fría
como para levantarse de la mesa e irse a casa. En alguna de aquellas
partidas ganó la tierra sobre la que muchos años después levanté
la casa en la que vivo. Entre mi mujer y yo elegimos todos los
materiales que conformarían nuestro hogar. Elegimos los suelos, la
madera de las puertas, el tipo de teja, los azulejos de la cocina, de
los baños, y las cenefas cerámicas. Eran techos muy altos y las
cenefas eran muy importantes para partir la monotonía de una pared
de azulejos tan larga. En nuestro baño pusimos una cenefa con
predominio del color azul, con unos dibujos que nos gustaron en su
momento por su aire nostálgico, o bucólico, o no sé.
Necesitábamos vender el piso en el que vivíamos, antes de poder
irnos a vivir a aquella casa recién construida en el campo, ya que
faltaban los muebles y los últimos detalles, y no nos llegaba el
dinero para mantener dos casas. En el salto de una a otra nos
atropelló la crisis de los 90 y tardamos 3 años más en vender el
piso y trasladarnos. Durante ese tiempo la casa del campo permaneció
cerrada, esperándonos. Una vez conseguimos el dinero de la venta
compramos muebles nuevos, cuadros nuevos; todo lo que hacía falta en
aquella nueva vivienda. Una tarde mi mujer fue a comprar los apliques
de los baños: el escobillero, el dosificador de jabón, los
toalleros, todas esas cosas. En una misma tarde compró los de los
dos baños: con predominios de verde para el baño de los niños y de
azul para el nuestro. Cuando lo trajo a casa vio que el tono de los
colores era bastante acertado, pero no reparó (no reparamos) en nada
más entonces. Unos meses después, sin embargo, descubrimos el truco
de magia que el azar nos había preparado, y en el que no habíamos
reparado hasta ese momento. Se podría decir que fue un truco a fuego
lento.
Si nos hubiéramos empeñado en buscar unos apliques con el mismo
motivo del baño, seguramente nos habría sido imposible encontrarlo,
pero el caso es que no los buscamos, ni siquiera recordaba mi mujer
(al menos no de manera consciente) que en la cenefa del baño hubiera
un angelito, como tampoco recordaba los leones de cola extraña,
sobre los que se monta el ángel en los aplique, ni la copa sobre la
que aparece en la cenefa, que, como se puede ver en el dosificador de
jabón, lleva el ángel en las manos transformada en cacerola. Solo
tenía en su cabeza una imagen borrosa del tipo y estilo de dibujo.
Desde ese momento supe que ahí había una historia enterrada, que
solo era cuestión de ponerse el traje de arqueólogo e ir quitando
tierra con mucho cuidado, con una brocha si fuera necesario, para no
dañar la potente historia que allí se escondía. De modo que me
metí en Internet y empecé a investigar quién era aquel ángel que
no temía a los leones. Descubrí que se trataba de Cupido. Que según
“El teatro de los dioses de la gentileza”, el león es la fiera
más fiera, y que esta fuerza indómita solo podía ser domada por el
amor, pues para este indomable niño no hay indomable fuerza.
Descubrí que este tipo de grabados se solía utilizar en la pintura
ornamental de grutescos, de origen italiano, donde destacó el pintor
Granello, al que Felpe II contrató para decorar el Real Monasterio
de San Lorenzo del Escorial. De ese modo llegaron a España.
Entonces me detuve. De repente me di cuenta de que estaba jugando a
matemático, que estaba averiguando cuántas veces tenía que tirar
el dado para sacar el número que buscaba, dónde está guardada la
paloma antes de salir de la chistera, descubrí que si seguía
investigando acabaría por averiguar cosas como que Furia no era
Furia, incluso puede que descubriera que los impresionantes saltos
que daba la auténtica Furia, la de la serie, solo eran trucos de
televisión. Así que salí de Internet, miré ambos ángeles una vez
más, y con los ojos como platos me pregunté cómo pudo ser que mi
mujer encontrara aquella tarde aquel mismo ángel que jugaba con los
leones, con la misma copa misteriosa en ambos dibujos, con aquella
copa o vasija que a saber qué elixir misterioso contenía. ¿Acaso
no era extraordinario?